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Agosto de 2025. Tras conocerse a través de imágenes satelitales que la base de submarinos nucleares de Rusia se había quedado dañada tras un terremoto, Ucrania filtraba todos los secretos del submarino más avanzado de Moscú, incluyendo sus fallos. Ahora, dos meses después, uno de ellos ha aparecido frente a las costas de Francia.
Y, en vez de temor, a Europa le ha hecho gracia.
El silencio roto. Durante días, los radares de la OTAN siguieron la figura extraña de un submarino ruso que, en lugar de deslizarse en secreto bajo el mar, avanzaba torpemente en la superficie. Era el Novorossiysk, un Kilo-class diésel-eléctrico de la Flota del Mar Negro, uno de los pocos activos que aún mantenían la bandera de Moscú en el Mediterráneo.
Su marcha fue lenta y visible, acompañada por buques franceses, británicos y neerlandeses que lo escoltaban con la misma mezcla de precaución y curiosidad con que se observa a un animal herido. Para la Alianza Atlántica, aquella travesía era algo más que una anomalía naval: era un signo de agotamiento, un reflejo de lo que queda del poder marítimo ruso después de tres años y medio de guerra, sanciones y pérdidas irreparables.
A la deriva. La versión oficial de Moscú fue inmediata. Según la Flota del Mar Negro, el Novorossiysk navegaba en superficie por simple cumplimiento de las normas internacionales al cruzar el Canal de la Mancha. Pero los informes de inteligencia aliados y las filtraciones en canales rusos de seguridad pintaban un cuadro distinto: un submarino averiado, con una posible fuga de combustible, obligado a emerger repetidas veces y, según algunos informes, incluso a vaciar compartimentos inundados.
La presencia de un remolcador, el Yakov Grebelskiy, reforzaba esa sospecha. Para los mandos de la OTAN, la imagen de un buque de ataque “cojeando” hacia su base no era solo la metáfora de una avería técnica, sino la demostración de cómo la maquinaria naval rusa se está oxidando a ojos del mundo.
Del Tartus al Mediterráneo. Hasta hace pocos años, Rusia mantenía una fuerza permanente en el Mediterráneo, anclada en la base siria de Tartus, su bastión estratégico en la región. Desde allí proyectaba poder hacia Oriente Medio y el norte de África, protegiendo rutas energéticas y vigilando el tránsito occidental. Pero la caída del régimen de Bashar al Asad en 2024 borró de un golpe ese equilibrio.
Con el nuevo gobierno sirio, Moscú perdió su última plataforma segura fuera del Mar Negro. Hoy, como ironizó el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, “ya apenas queda presencia rusa en el Mediterráneo: solo un submarino solitario y roto que regresa del patrullaje”. El declive no se mide en número de barcos hundidos, sino en la desaparición de una doctrina entera de proyección naval.


Las risas. En su discurso en la Asamblea Parlamentaria de la OTAN en Eslovenia, Rutte fue tan preciso como mordaz. “Qué cambio respecto a la novela de Tom Clancy La caza del Octubre Rojo, dijo. Hoy, más bien, parece la caza del mecánico más cercano”. La frase, celebrada entre los asistentes, sintetizaba la nueva narrativa aliada: el humor y la chanza como lenguaje de poder.
Burlarse del adversario, restarle mística a su fuerza, es también una forma de minar su influencia. Detrás de la ironía, sin embargo, había un cálculo geopolítico. Rutte recordó las múltiples provocaciones rusas en los últimos meses (drones sobre Europa, sabotajes a cables submarinos, complots fallidos, ciberataques y la inestabilidad en Finlandia y Polonia), y advirtió que Moscú conserva capacidad para incomodar, aunque su músculo militar se haya reducido a gestos simbólicos y amenazas desgastadas.
El colapso invisible. La debacle del Novorossiysk no es un caso aislado. Desde 2022, Ucrania ha logrado destruir o inutilizar más de una treintena de embarcaciones rusas con misiles antibuque y drones marinos. Las pérdidas han obligado al Kremlin a retirar buena parte de su flota de Sebastopol y trasladarla a Novorossiysk, en la costa oriental del mar, para evitar nuevos ataques.
Ese refugio estratégico, paradójicamente, lleva el mismo nombre que el submarino averiado que ahora intenta alcanzarlo. Lo que fue símbolo de supremacía en la era soviética se ha convertido en un cementerio flotante de proyectos incompletos y tripulaciones desmoralizadas.
Espejo de la guerra. Si se quiere también, el episodio del Novorossiysk trasciende lo anecdótico. Representa la convergencia de todos los frentes donde Rusia se desgasta: el militar, el económico, el tecnológico y el simbólico. Su flota, antaño la segunda del mundo depende ahora de unidades que envejecen sin repuestos, mientras Ucrania innova con drones que cuestan una fracción de sus misiles.
Y la OTAN, consciente de ello, ha aprendido a transformar sus victorias silenciosas en relatos públicos que erosionan la percepción de invulnerabilidad rusa. La imagen del Novorossiysk avanzando a la vista de todos, remolcado y vigilado, es la estampa perfecta si se quiere degradar a un imperio que ya no puede esconder sus debilidades.
De la sombra al vacío. En los años de la Guerra Fría, los submarinos soviéticos fueron el terror silencioso del Atlántico. Hoy, su heredero más visible es un buque averiado que navega con la bandera izada para no hundirse. Ese paso de la sombra al vacío explica mejor que ningún informe el estado real de la marina rusa.
Lo que antes se temía, ahora se observa hasta con sorna, y lo que antes infundía respeto, ahora provoca un titular burlón. En ese tránsito se mide, según Europa, el declive de una potencia y el ascenso de una estrategia comunicativa occidental que ya no necesita confrontar directamente para vencer. Basta con dejar que el enemigo muestre, sin quererlo, su naufragio. Y echarse unas risas.
Imagen | NATO