El libro El viento entre los pinos, de Malena Higashi, habla de una lección que parece olvidada: reaprender a respirar. En sus páginas, la ceremonia del té —el chado, o “camino del té”— es una metáfora de la lentitud, del respeto, de lo que los japoneses resumen en cuatro palabras: wa, kei, sei, jaku (armonía, respeto, pureza, tranquilidad).

Esa quietud ancestral contrasta con el presente. En apenas una década, el matcha —ese polvo verde que durante siglos se molía en templos y se servía en silencio— se ha convertido en un fenómeno global. Cafeterías de Nueva York, París o Madrid lo ofrecen con vainilla, plátano o leche de avena. En redes sociales son numerosos los vídeos de personas tomando matcha con cientos de millones de visualizaciones. 

Sin embargo, detrás de ese color vibrante y la espuma perfecta hay algo roto: «El mercado del matcha se resquebraja bajo presión». 

Del templo al algoritmo. Durante cuatro siglos, el matcha se reservó a ceremonias formales y a la alta artesanía del té. Hoy, como han explicado en The New York Times: “La armonía ha sido reemplazada por la discordia, el respeto por la falta de escrúpulos y la pureza por el fraude”.

Empresas históricas como Marukyu Koyamaen, fundada en 1704, combaten falsificaciones de su té en Amazon o Facebook Marketplace. Algunos vendedores ofrecen polvo amarillento —té común molido— en envases de lujo, mientras otros comercializan un “grado imperial” o “grado barista” que no existen en la clasificación japonesa. El boom global ha generado una demanda que Japón no puede satisfacer. “Es como el Viejo Oeste”, señala el comerciante Sebastian Beckwith, ante un mercado desregulado donde el matcha se ha vuelto una etiqueta más que una calidad.

Los números de una burbuja. Los datos no engañan a nadie. En apenas un año, las exportaciones japonesas de té verde en polvo han crecido un 75 %, hasta rozar los 27.000 millones de yenes, unos 165 millones de euros. Pero el entusiasmo tiene su precio: el kilo de hojas tencha —la base del matcha— ya supera los 14.000 yenes (unos 85 euros), casi el triple que hace un año. Es la cotización más alta que se recuerda y una señal clara de que la demanda global está empujando los límites de la tradición.

Japón exporta hoy más de la mitad del matcha que produce, pero eso no ha resuelto el desajuste. En Uji, la cuna del té verde, las tiendas limitan la venta a una lata por cliente y los agricultores rechazan nuevos pedidos hasta la próxima cosecha. Jiro Katahira, un productor de Shizuoka, dice haber recibido solicitudes de todo el mundo: “Incluso de Benín. Pero no puedo producir en masa. No se puede acelerar un proceso que lleva años”. Por su parte, en Los Ángeles, la crisis se siente de otro modo. En el bar Kettl Tea, solo quedan cuatro de las 25 variedades del menú. “No hay más que comprar”, confesó su fundador, Zach Mangan.

El resultado es un mercado fracturado: los grandes mayoristas como Marukyu Koyamaen no dan abasto, y los pequeños productores luchan por mantener la calidad mientras suben los precios y faltan manos jóvenes en el campo.

Un auge insostenible. El matcha no puede cultivarse como el maíz o el café. Las hojas tencha necesitan semanas de sombra antes de ser recolectadas, vaporizadas y molidas lentamente entre piedras de granito. Cinco años pueden pasar desde la siembra hasta la primera cosecha, y muchos agricultores japoneses —con una edad media de 69 años— carecen de relevo generacional. El gobierno japonés ha lanzado subsidios para modernizar las fábricas y aumentar la mecanización, pero eso, advierten los expertos, podría sacrificar la calidad artesanal que distingue al matcha japonés.

Mientras tanto, China, Corea y Australia aprovechan el vacío. Según FT, los productores chinos están introduciendo matchas “teñidos” con clorofila para lograr un verde más brillante. “Si todo se convierte en matcha, nada lo será”, afirma un comerciante al diario. 

La pérdida del valor: de la ceremonia al latte. En el chado, cada movimiento tiene un sentido. En el mercado global, todo se mide por likes. “Usar matcha de primera cosecha en un café con leche es como usar vino de Borgoña para hacer sangría”, denunciaba Zach Mangan, fundador de Kettl. 

Las grandes cadenas lo han convertido en un sabor de moda. Starbucks lanzó bebidas proteicas de matcha con crema de plátano; Blank Street Coffee eliminó la palabra “Coffee” de su nombre y abrazó la estética “matchacore”; las influencers mezclan matcha con colágeno. En este nuevo contexto, el matcha ya no es una bebida, sino una textura, un color, un estado de ánimo.

La maestra Rie Takeda, fundadora del salón de té Chazen, prefiere verlo desde una perspectiva optimista: “Sí, hay preocupaciones, pero si esta tendencia despierta interés por la ceremonia del té, bienvenida sea. Nuestro reto es compartir la esencia del té sin perder su espíritu”. Otros, como Shihori Suzuki, advierten del riesgo de confundir la espiritualidad con la estética: “El matcha se ha vuelto un producto de masas, ajeno a la ceremonia. Si se convierte solo en un negocio, perderemos la calidad y el significado”. 

Lo que está en juego. El auge del matcha no solo amenaza con agotar los campos, sino con desfigurar una identidad cultural que tardó siglos en construirse. Los agricultores, como Katahira, lo ven con ambivalencia: gracias al boom han saldado deudas, pero muchos sienten que el espíritu del té se diluye entre influencers, baristas y envases de diseño. “Los que corren a producir no piensan en la tradición. Solo piensan en los lattes”, sentencia. 

No obstante, otras personas lo ven como un fenómeno que podría salvar la tradición: más visitantes acuden a salones de té auténticos, buscando la calma que las redes sociales no ofrecen. Tras la pandemia, dice Atsuko Mori, fundadora del Camellia Tea Ceremony en Kioto: “Los visitantes no solo quieren probar el matcha, quieren entenderlo. Valoran su sentido de presencia y atención”. Pero ese equilibrio es frágil. El mismo té que calma también está agotando a quienes lo cultivan. Los productores se enfrentan a una paradoja: el éxito comercial puede destruir lo que lo hizo valioso.

¿Volver al dô? El matcha nació para detener el tiempo, no para acelerarlo. El maestro del té Sen no Rikyū, en el siglo XVI, decía que servir una taza perfecta era un acto de armonía entre el anfitrión y el invitado. Hoy, esa armonía se busca entre mercados saturados, influencers y fábricas automatizadas.

Quizá la respuesta esté en lo que expresaba la maestra Ann Abe: “Lo importante no es el polvo verde, sino lo que ocurre cuando lo compartimos”. El mundo puede seguir batiendo su matcha, pero Japón parece recordar algo más profundo: que el té no se produce para rendir, sino para reunir.

En el chado hay un principio esencial: ichi-go ichi-e —“una vez, un encuentro”―. Cada taza es única, irrepetible. Tal vez el mercado del matcha, como el propio té, deba aprender a respirar otra vez.

Imagen | Freepik

Xataka | Estamos perdiendo la cabeza tanto por el té matcha que Japón se está quedando sin reservas

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