Cruje una patata frita, el sabor salado se mezcla con el dulzor del refresco, y el cerebro pide más. No es casualidad. Lo que parece un simple antojo es, en realidad, una reacción programada: una descarga de dopamina tan potente como la que provocan algunas drogas. Cada vez más científicos sostienen que determinados alimentos nos están enganchando.
¿Un nuevo planteamiento? Durante mucho tiempo, la obesidad y los trastornos alimentarios se vieron como simples cuestiones de voluntad. Sin embargo, los avances en neurociencia están cambiando esa percepción.
La psiquiatra Claire Wilcox explica que, poco a poco, los científicos coinciden en algo sorprendente: algunos alimentos activan el cerebro casi igual que drogas como la nicotina o el alcohol. «Comer determinados productos —galletas, refrescos, bollería industrial— activa los centros de recompensa del cerebro, generando una sensación de bienestar inmediato. Y cuanto más repetimos ese estímulo, más lo necesitamos», detalla. El problema es que, a diferencia del tabaco o el alcohol, no podemos dejar de comer.
¿Qué ocurre en nuestra cabeza? Las adicciones comparten tres sistemas cerebrales clave:
- El sistema de recompensa, que libera dopamina cuando algo nos produce placer.
- El sistema de respuesta al estrés, implicado en la tolerancia y la abstinencia.
- El sistema de control ejecutivo, que regula los impulsos y ayuda a tomar decisiones racionales.
Cuando ingerimos alimentos muy sabrosos, el cerebro libera dopamina en la red de recompensa. Aprende a asociar ese sabor con una sensación placentera y busca repetirla. Con el tiempo, el circuito se «recablea»: se necesita más cantidad para sentir el mismo efecto, y el control racional disminuye. Wilcox lo explica así: «Con el tiempo, el daño a las áreas del control ejecutivo dificulta cada vez más resistirse a los antojos, igual que ocurre con las drogas».
La ciencia detrás del debate. En los últimos años, la investigación sobre la adicción a la comida se ha disparado. Un artículo de Nature Medicine, que analizó casi 300 estudios en 36 países, concluyó que los alimentos ultraprocesados pueden “secuestrar” los sistemas de recompensa del cerebro. El resultado: antojos, pérdida de control y consumo persistente, incluso cuando hay consecuencias negativas.
El neurocientífico Mark S. Gold y la psicóloga Ashley Gearhardt, de la Universidad de Míchigan, van más allá: «No nos volvemos adictos a las manzanas, sino a productos diseñados para golpear el cerebro como una droga».
Sin embargo, el consenso médico aún no llega. Ni la OMS ni la Asociación Americana de Psiquiatría reconocen la adicción a la comida como diagnóstico oficial. «Comer es una necesidad fisiológica —recuerda la profesora Elisa Rodríguez Ortega—, y los límites entre adicción, bulimia o atracón siguen sin estar claros».
En el centro de la diana. Durante años, el azúcar fue señalado como el gran villano de la alimentación moderna. Hoy, los estudios apuntan a un escenario más complejo: no es solo el azúcar, sino la combinación de ingredientes, texturas y aditivos de los alimentos ultraprocesados lo que puede volverlos adictivos.
Estos productos —mezclas industriales de grasas, sal, azúcares y potenciadores del sabor— están diseñados para generar placer inmediato y estimular la ingesta repetida. Según la revisión de Nature, esa composición “hiperpalatable” activa el sistema de recompensa de forma más intensa que los alimentos naturales, lo que explicaría por qué resulta tan difícil parar después del primer bocado.
Por su parte, el azúcar sigue teniendo un papel clave. Investigaciones, citadas en JAMA Internal Medicine, muestran que un exceso de azúcares añadidos no solo aumenta el riesgo de enfermedades cardiovasculares, sino que altera la respuesta dopaminérgica, reforzando los mecanismos de dependencia.
Pero no todos somos igual de propensos. La psicóloga Michelle S. Hunt, especialista en adicciones alimentarias, detalla que existe una combinación de factores genéticos, emocionales y ambientales. «Los alimentos ricos en carbohidratos, grasas o azúcares activan las mismas zonas del cerebro que las drogas o el alcohol. Con el tiempo, el cerebro ajusta sus receptores y exige dosis mayores para sentir el mismo bienestar», señala.
El estrés, la ansiedad y la exposición temprana a alimentos ultraprocesados son otros disparadores: el cerebro aprende desde joven a asociar el placer con productos altamente sabrosos. «Las personas que usan la comida para lidiar con el malestar son las más vulnerables», advierte Hunt.
La frontera con otro tipo de trastornos. Distinguir la adicción a la comida de otros trastornos alimentarios no es tarea fácil. Según el portal Eating Disorder Hope, en ambos casos aparecen señales parecidas: pérdida de control, culpa, ansiedad y, a menudo, aislamiento social.
Un estudio publicado en Nature observó que las personas con bulimia o con episodios de atracón presentan cambios parecidos en las zonas del cerebro que regulan la dopamina. Eso sugiere que podría existir una base neurobiológica común. El doctor Mark S. Gold lo resume con claridad: «La obesidad y el atracón no son solo problemas de conducta; también comparten mecanismos cerebrales con otras adicciones». Por eso, los tratamientos actuales combinan terapia cognitivo-conductual con programas de deshabituación y apoyo emocional.
Reeducación con la comida. A diferencia de las drogas, la abstinencia total no es posible: todos necesitamos comer. Por eso, los tratamientos actuales buscan reeducar la relación emocional con la comida. La psiquiatra Kim Dennis dirige una clínica donde combina modelos de adicción y trastornos alimentarios: los pacientes aprenden a no restringir calorías de forma extrema —para evitar el efecto rebote—, pero sí a identificar los llamados alimentos “gatillo”, aquellos que desatan antojos incontrolables.
En paralelo, los fármacos también están abriendo nuevas vías. El doctor Gold destaca el uso de medicamentos como naltrexona y bupropión, o los nuevos GLP-1 (como Ozempic o Mounjaro), que interrumpen el vínculo entre placer y consumo, reduciendo tanto la ingesta de comida como el deseo de sustancias adictivas.
La pregunta final. Aunque la ciencia aún no ha zanjado el debate, la evidencia es cada vez más clara: algunos alimentos no solo nutren o engordan, también moldean el cerebro y los hábitos de forma profunda. Cada bocado deja una huella en los circuitos del placer y en la manera en que aprendemos a comer.
No se trata de demonizar la comida ni de negar el placer, sino de aceptar que comer hoy es un acto condicionado por factores que van mucho más allá del apetito. En un mundo donde cada sabor está optimizado para enganchar, la verdadera fuerza de voluntad quizá consista en saber parar antes del siguiente bocado.
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