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Görlitz era conocida por su pulcro casco histórico, su memoria de posguerra y una práctica inclinación hacia el pacifismo. Durante décadas, la ciudad en la frontera oriental encajó en el mapa alemán como un remanso de prudencia y resignada melancolía industrial, un lugar donde el trabajo y la tradición maniobraban lejos del poder militar. Pero ese sosiego está empezando a mostrar fisuras que obligan a sus habitantes a replantearse qué significa mantener la paz cuando el mundo parece querer todo lo contrario.

Del acero de la paz al de la guerra. Durante más de siglo y medio, la ciudad de Görlitz, en la frontera oriental de Alemania, vivió del sonido rítmico de los trenes. Las fábricas de vagones y locomotoras dieron trabajo a generaciones enteras y definieron la identidad de esta región obrera del antiguo Este. Pero esa era está llegando a su fin. Tras 176 años de producción ferroviaria, el histórico complejo industrial de Alstom está siendo reconvertido por el consorcio armamentístico KNDS para fabricar componentes de tanques Leopard II y vehículos blindados Puma. 

Lo que antaño fue símbolo de movilidad civil y reconstrucción, hoy se transforma en engranaje de la maquinaria militar alemana. Esta metamorfosis no surge de la nada, por su puesto: responde al giro estratégico del país hacia el rearme, motivado por la invasión rusa de Ucrania, el temor a un repliegue de las garantías de seguridad estadounidenses y una economía en declive que busca desesperadamente nuevas fuentes de empleo.

Entre el pacifismo y la necesidad. Contaba la semana pasada el New York Times que, en Görlitz, la reconversión industrial divide sentimientos. La población, envejecida y castigada por décadas de desindustrialización desde la reunificación, ve en la producción de tanques un mal menor. 

En esta zona donde el partido ultraderechista AfD (abiertamente prorruso y contrario a ayudar a Ucrania) concentra casi la mitad de los votos, incluso sus líderes locales han aceptado con resignación el cambio. “No es motivo de celebración, pero tampoco podemos oponernos a que haya trabajo”, reconocen, conscientes de que la pérdida del empleo sería aún más devastadora que el dilema moral de fabricar armas. 

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Reconversión. La fábrica, que llegó a tener más de 2.000 empleados, apenas mantenía 700 antes de la venta, y KNDS se compromete a conservar la mitad de ellos y proyecta multiplicarla en el futuro. De hecho, los sindicatos, encabezados por IG Metall, fueron quienes promovieron la idea de reorientar la planta hacia el sector de defensa para evitar su cierre definitivo. En un territorio marcado por el éxodo juvenil y la frustración económica, la industria armamentística ha terminado ofreciendo algo parecido a una segunda oportunidad.

Reindustrialización militar alemana. El caso de Görlitz refleja un fenómeno más amplio: el rearme alemán como motor de una nueva reconversión industrial. Desde 2020, el gasto en defensa de Berlín ha aumentado cerca de un 80%, superando los 90.000 millones de euros, y la demanda de mano de obra especializada se ha disparado. 

Empresas como Rheinmetall, Diehl Defence, Thyssenkrupp Marine Systems o MBDA han sumado más de 16.000 trabajadores desde el inicio de la guerra de Ucrania y planean contratar 12.000 más antes de 2026. Los beneficios del sector son tan elevados que sus directivos aumentan dividendos mientras exploran la compra de plantas automovilísticas en declive, como la de Volkswagen en Osnabrück. 

La “lógica”. El mensaje de su consejero delegado, Armin Papperger, resume la lógica de la nueva economía de defensa: si el dinero de los contribuyentes financia la seguridad nacional, los empleos deben quedarse en Alemania. En este contexto, la reconversión de fábricas como la de Görlitz se percibe como una política industrial con doble propósito: sostener el tejido productivo y fortalecer la autonomía estratégica del país.

El dilema moral. Pese al alivio económico que supone el renacimiento del sector armamentístico, persiste en la sociedad alemana una tensión profunda entre el pacifismo heredado de la posguerra y la necesidad de garantizar la defensa europea. Para muchos alemanes del Este, que ya vivieron una primera desindustrialización tras la caída del Muro y ahora sufren la pérdida de empleos energéticos y manufactureros, fabricar tanques es una amarga forma de supervivencia

Algunos temen que las armas producidas acaben en el frente ucraniano, otros, que el auge del negocio dependa de la continuidad de la guerra. “¿Será sostenible fabricar tanques? Ojalá no. Ojalá las guerras terminen pronto”, admitía para el Financial Times un representante sindical. Sin embargo, la realidad del mercado y la geopolítica apuntan en otra dirección: la defensa se ha convertido en el nuevo eje industrial europeo, y Alemania (por historia, capacidad tecnológica y presión aliada) lidera esa transición.

Adiós tren, hola tanque. Así, la vieja fábrica de Görlitz, con sus naves ennegrecidas por décadas de trabajo metalúrgico, simboliza el cambio de época que atraviesa Europa. Donde antes se soldaban vagones para transportar pasajeros, se ensamblarán corazas de acero para vehículos de combate. Lo que empezó como una estrategia para salvar empleos amenaza con redefinir el alma industrial del país: del ingenio civil al poder militar, del acero que unía continentes al que ahora los blinda. 

Y una profunda paradoja: en un paisaje político fracturado, donde el miedo a la guerra convive con la necesidad de prosperar, los obreros del Este alemán vuelven a ser protagonistas involuntarios de la historia. Su destino, entre la nostalgia por los trenes y la aceptación pragmática de los tanques o carros de combate, resume el dilema de una nación que intenta reconciliar su pasado pacifista con un presente que la empuja, una vez más, a fabricar armas para asegurar su futuro.

Imagen | Norwegian Armed Forces, State Ministry for Economic Affairs, Labor, Energy and Climate Protection

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