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Durante meses, Washington convirtió a España en su ejemplo de desobediencia dentro de la OTAN. Trump llegó a amenazar con castigos comerciales por el “bajo” gasto militar, mientras Bruselas y La Moncloa defendían su propio ritmo de inversión y advertían que las cuentas públicas no podían sostener una escalada sin control. Pero detrás de aquella pugna diplomática y de los reproches cruzados había algo más. Una “factura” que desdice a unos y otros, y que revela una historia muy distinta sobre hasta dónde llegó España para apaciguar a su aliado más poderoso.

La amenaza arancelaria. Todo comenzó con una advertencia en tono airado desde la Casa Blanca: Donald Trump, irritado por el rechazo de Pedro Sánchez a elevar el gasto en defensa hasta el 5% del PIB, planteó públicamente “castigar” a España con aranceles. La amenaza, que se produjo tras una cumbre con Javier Milei en Washington, marcó un nuevo nivel de presión política sobre un aliado histórico. 

El presidente estadounidense acusó a Madrid de “aprovecharse” de la protección de la OTAN sin aportar lo suficiente y, en una mezcla de bravata y cálculo electoral, dejó entrever que podía convertir la disputa presupuestaria en un frente comercial. Detrás de la retórica se asomaba una intención más profunda: forzar a Europa a financiar con sus propios recursos la contención de Rusia y, en el proceso, apuntalar la industria militar estadounidense.

La respuesta. Ni la Comisión Europea ni el Gobierno español tardaron en responder. Bruselas recordó que la política comercial es competencia exclusiva de la Unión y que cualquier intento de penalizar a un Estado miembro tendría consecuencias. Madrid, por su parte, se esforzó en subrayar que su gasto militar había crecido más del doble en apenas siete años (del 0,98% del PIB en 2017 al 2% en 2025) y que el debate no consistía en gastar más por consigna, sino en hacerlo con sentido estratégico y dentro de las capacidades reales del país. 

En paralelo, España insistió en que contribuye a la disuasión colectiva y que su incremento presupuestario, aunque más gradual que el deseado por Washington, forma parte de una modernización estructural de sus Fuerzas Armadas. Sin embargo, entre líneas, la tensión reflejaba algo más: el temor a que las exigencias norteamericanas acabaran condicionando la orientación industrial y tecnológica de la defensa europea.

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El giro silencioso. Y ni una cosa ni la otra. El diario El País ha publicado unas cifras que confirman lo que hasta hace poco era solo intuición: España ha comprado más armamento estadounidense en los dos últimos años que en casi un siglo. Entre 2023 y 2024 el Gobierno español encargó material militar por más de 4.500 millones de euros a Estados Unidos, una cuarta parte de todo lo adquirido desde 1950. 

Los contratos incluyen sistemas Patriot, helicópteros MH-60R y equipos auxiliares que suponen el mayor volumen de gasto con un solo proveedor en la historia reciente de la defensa española. Según la DSCA (Defense Security Cooperation Agency), las ventas a España alcanzaron 2.907 millones de dólares en 2024 y 1.682 millones el año anterior. Dicho de otra forma: mientras Washington denunciaba públicamente la falta de compromiso, Madrid estaba realizando una de las mayores operaciones de compra de su historia, canalizando miles de millones hacia la industria militar estadounidense.

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El contexto geopolítico. El repunte coincide con el nuevo ciclo de rearme europeo tras la invasión rusa de Ucrania, el mismo que ha disparado los presupuestos militares de toda la OTAN. En ese contexto, España ha acelerado la modernización de sus fuerzas con un gasto adicional de 10.471 millones de euros en 2025, adelantando cuatro años la meta del 2% del PIB. 

Para financiarlo, el Ejecutivo ha recurrido a préstamos a interés cero, programas de modernización industrial y partidas de I+D, un entramado financiero que permite mantener el gasto sin reformar los presupuestos generales. Sin embargo, esa expansión tiene un reverso: el fortalecimiento de la dependencia tecnológica respecto a Estados Unidos, que se consolida como proveedor principal de sistemas críticos y reduce el margen de maniobra para avanzar en una autonomía estratégica europea.

Pragmatismo presupuestario. Si se quiere también, el contraste entre las amenazas de Trump y el flujo récord de contratos con empresas estadounidenses ilustra el equilibrio que España ha intentado mantener: resistir el discurso público del castigo mientras, en la práctica, atiende las exigencias estratégicas de Washington y cubre sus propias carencias operativas. 

El resultado no puede ser más paradójico. A ojos de la OTAN, Madrid cumple más rápido de lo esperado, y a ojos de sus socios europeos, corre el riesgo de debilitar los esfuerzos por consolidar una base industrial común. El movimiento también redefine la relación bilateral con Washington, que pasa de la retórica del reproche al pragmatismo de la transacción: mientras el presidente norteamericano exhibe músculo político, su industria cosecha los beneficios.

Una lección. Lo cierto es que la historia de estos dos años revela cómo las decisiones de defensa, más allá de los porcentajes y los titulares, son una moneda de cambio geopolítica. España ha demostrado capacidad para responder a las presiones externas sin romper su narrativa interna, pero el coste a largo plazo (dependencia, coherencia industrial y autonomía tecnológica) aún está por medirse. 

Así, en el fondo, la pregunta vuelve a ser la misma de siempre: si Europa puede rearmarse sin volver a caer en el viejo patrón de subordinación industrial que durante décadas alimentó la brecha transatlántica.  España, con su récord de compras al “amigo” americano y su discurso de soberanía, encarna hoy esa contradicción: la de un continente que busca independencia, pero sigue comprando su seguridad al otro lado del Atlántico.

Imagen | Kelly Michals, NATO

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