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En los últimos meses, el Caribe ha vuelto a sonar a guerra. Bombarderos B-52 estadounidenses han surcado el cielo frente a las costas de Venezuela, helicópteros de operaciones especiales han sobrevolado el golfo de Paria y una flotilla de destructores Aegis patrulla las aguas donde se han hundido varias embarcaciones acusadas de transportar droga. Ocurre que, bajo la apariencia de una intensificación de la guerra contra el narcotráfico, Washington ha tejido un dispositivo militar y de inteligencia que recuerda a los prolegómenos de intervenciones pasadas en la región.
Ayer no es hoy. A diferencia de 2019, cuando Trump proclamó abiertamente su deseo de derrocar a Nicolás Maduro, su segundo mandato ha optado, al menos hasta ahora, por una estrategia más ambigua y sofisticada: presentar al líder venezolano no como un adversario político, sino como un narcoterrorista y, por tanto, un objetivo legítimo dentro de una operación antinarcóticos global.
Diplomacia letal. El cambio de enfoque es significativo. En su primer mandato, Trump intentó derrocar a Maduro con sanciones, aislamiento diplomático y el reconocimiento del opositor Juan Guaidó, sin éxito, eso sí. Esta vez, el discurso de cambio de régimen se ha disuelto en una campaña judicial y militar centrada en el crimen organizado: recompensas de hasta 50 millones de dólares por la captura del presidente venezolano, acusaciones de narcotráfico o ataques letales contra embarcaciones.
Plus, y quizás lo “nuclear” de todo: una autorización presidencial secreta (el llamado presidential finding) que permite a la CIA llevar a cabo operaciones encubiertas y acciones letales dentro de Venezuela. La medida, revelada por altos funcionarios y confirmada por el propio Trump, marca un salto cualitativo: por primera vez en décadas, Washington habilita formalmente a su agencia de inteligencia para intervenir de manera directa en un país latinoamericano, incluso sin la cobertura de un conflicto declarado.


La base reabierta por Estados Unidos en Puerto Rico, la antigua Naval Station Roosevelt Roads
La militarización del Caribe. Lo cierto es que el dispositivo en torno a Venezuela es ya de magnitud considerable. Más de diez mil soldados estadounidenses se concentran en bases de Puerto Rico y en buques anfibios; la Armada mantiene ocho buques de superficie y un submarino en la región, y el Ejército ha desplegado helicópteros de asalto del 160th Special Operations Aviation Regiment, los célebres “Night Stalkers”, junto a bombarderos estratégicos B-52 en vuelos de disuasión cerca de Caracas.
Oficialmente, se trata de maniobras y ejercicios de entrenamiento, pero la acumulación de fuerzas, unida a los ataques marítimos contra embarcaciones sospechosas de tráfico, ha sido interpretada por observadores internacionales como un claro aviso. Cada nueva misión aérea o naval refuerza la sensación de que Estados Unidos está ensayando, si no una invasión total, sí al menos la capacidad de ejecutar operaciones rápidas y selectivas contra objetivos venezolanos.


Laboratorio de guerra híbrida. La actual estrategia combina componentes de presión militar, psicológica y política. La revelación pública de las operaciones encubiertas de la CIA, un hecho inédito en sí mismo, parece orientada a generar miedo y desconfianza dentro del círculo de poder de Maduro. Analistas de inteligencia describen esta campaña como un ejemplo de guerra híbrida, donde las amenazas abiertas se entrelazan con operaciones de desinformación, sabotaje y estímulo de fracturas internas en el régimen.
Según fuentes de Washington, el objetivo inmediato sería empujar a los mandos militares venezolanos a retirarle su apoyo a Maduro, reproduciendo el modelo de descomposición interna que precedió al derrocamiento de Manuel Noriega en Panamá en 1989. Sin embargo, Venezuela es un escenario más complejo, con un aparato de seguridad cohesionado, presencia de asesores rusos e iraníes y grupos paramilitares que actúan como redes de control territorial.


Maduro
El pretexto: droga. Trump y sus asesores han presentado toda la ofensiva bajo el paraguas de la lucha contra el narcotráfico. Han acusado al régimen de ser un Estado narco, de utilizar al grupo Tren de Aragua como brazo operativo y de inundar Estados Unidos de drogas. La narrativa busca legitimidad interna y respaldo de la opinión pública, pero los hechos la contradicen: la mayoría de los opioides y el fentanilo que devastan a la sociedad estadounidense proceden de México, no de Venezuela.
No obstante, el discurso del enemigo narco sirve a la Casa Blanca para eludir el debate sobre una intervención directa y reconfigurar la acción militar como una simple extensión de una guerra global contra el crimen organizado. El paralelismo con la justificación empleada en el caso de Noriega es muy potente.
Sin salida negociada. Contaba hace unas horas AP en exclusiva que, ante la presión creciente, el gobierno venezolano habría intentado ofrecer una salida política: un plan que contemplaba la renuncia progresiva de Maduro en un plazo de tres años y la transferencia del poder a su vicepresidenta, Delcy Rodríguez, sin reelección posterior. La Casa Blanca rechazó la propuesta de inmediato, argumentando que no reconocía la legitimidad de Maduro ni de su gabinete y que el país era un narcoestado dirigido por terroristas.
El gesto frustrado ilustra, a priori, el punto de no retorno: Washington ya no busca negociación, sino capitulación. Desde entonces, Caracas ha reaccionado con gestos de miedo y desafío a la vez: desplazamientos irregulares de Maduro, transmisiones televisivas desde ubicaciones no reveladas, despliegues de misiles antiaéreos y el uso de civiles como escudo simbólico frente a un posible ataque.
El dilema: invasión. La gran incógnita, por tanto, parece clara: si Trump está dispuesto a cruzar el umbral de una acción militar abierta. Su base política, con un fuerte componente aislacionista, recela de cualquier guerra exterior prolongada, pero la narrativa del combate al narcoterrorismo ofrece una puerta de entrada para una operación limitada: un ataque de precisión o quizás una incursión destinada a un solo objetivo: el propio Maduro.
Este tipo de acción, presentada como una medida de justicia internacional más que como una invasión, podría complacer tanto al electorado nacionalista como a los sectores neoconservadores de su gabinete. Sin embargo, un movimiento así implicaría un riesgo enorme: la posibilidad de una guerra regional, la ruptura de alianzas y una crisis humanitaria de gran escala.
La sombra de la historia. El precedente latinoamericano es ineludible. Desde Guatemala en 1954 hasta Panamá en 1989, pasando por Chile y Nicaragua, las operaciones encubiertas y los golpes avalados por Washington dejaron un legado de inestabilidad y resentimiento que aún pesa sobre la región. En el caso venezolano, la diferencia radica en la combinación de medios: una campaña híbrida que mezcla sanciones, guerra psicológica, presencia militar y operaciones clandestinas con el objetivo de hacer caer al régimen sin declararlo abiertamente.
A esta hora, la posibilidad de una acción militar directa no puede descartarse: el despliegue, las autorizaciones y la retórica ya están sobre la mesa. Pero incluso si la operación no llega a concretarse, el mensaje ya ha circulado. Venezuela se ha convertido en el nuevo tablero donde Estados Unidos mide hasta qué punto puede redibujar el mapa político de América Latina bajo el disfraz de una guerra.
Y lo de menos parece que sea contra las drogas.
Imagen | Dominio Público, Hugo Chávez, Roosevelt Roads, Picryl, Dominio Público