Cuando Doug Whitney cumplió 50 años, su esposa y sus hijos comenzaron a vigilar discretamente los primeros signos de una enfermedad que parecía inevitable. Su madre, su hermano mayor y nueve de los trece hermanos de ella habían muerto jóvenes, devorados por una mutación genética que condenaba a sus portadores a desarrollar Alzheimer precoz

Sin embargo, hoy, a los 76 años, Doug sigue aquí.

Burlando a la muerte. La historia de Whitney la recordaba hace unos días el New York Times en un reportaje. El hombre sigue viviendo una vida normal, lúcido, conduciendo y recordando nombres. Eso sí, cada cierto tiempo acude a la Washington University, donde desde hace catorce años los científicos intentan descifrar cómo demonios logró escapar de su destino biológico. 

Su caso (el de un hombre que debió enfermar hace veinticinco años y no lo hizo) es una rareza sin precedentes en la historia médica: una ventana abierta hacia lo que podría ser la clave para frenar, tratar o incluso curar una de las enfermedades más devastadoras del mundo.

Un linaje marcado por la pérdida. Al parecer, la familia Whitney carga con una mutación en el gen Presenilin 2, una de las tres conocidas por causar Alzheimer hereditario de aparición temprana. Sus orígenes se remontan a colonos alemanes asentados junto al río Volga en el siglo XVIII y, en generaciones recientes, al campo de Oklahoma. Los síntomas suelen aparecer entre los 44 y los 53 años, seguidos de un rápido deterioro. 

Cuando Doug superó esa edad sin señales de la enfermedad, ni siquiera lo creyó posible. Al participar en un estudio genético, descubrió que era portador de la mutación, pero su cerebro seguía indemne. Desde entonces, los científicos lo consideran un “escapado del Alzheimer”: un sujeto que desafía las leyes de la genética y ofrece una oportunidad única para entender qué mecanismos pueden detener el avance de la enfermedad.

Contradiciendo a la ciencia. Los análisis han revelado un hallazgo desconcertante. El cerebro de Whitney está saturado de placas de amiloide, la proteína que se acumula décadas antes de los síntomas, pero apenas presenta rastros de tau, la proteína que causa el deterioro cognitivo. En otras palabras: su cerebro muestra la huella de la enfermedad, pero no sus efectos. Algo (quizá una combinación de genes, moléculas o factores ambientales) ha roto la cadena entre ambas fases. 

Entre las posibles causas, los investigadores señalan un sistema inmunitario menos inflamatorio que el de sus parientes afectados y una concentración inusualmente alta de proteínas de choque térmico, encargadas de evitar que otras proteínas se plieguen de forma errónea. Paradójicamente, su pasado en la Marina, trabajando durante años en salas de máquinas a más de 40 grados, podría haber estimulado esa respuesta biológica protectora.

Nuevos centinelas del misterio. El enigma familiar continúa en la siguiente generación. Su hijo Brian, de 53 años, heredó la mutación, pero de momento sigue sano. Participa en ensayos clínicos con fármacos antiamiloide y se somete a pruebas regulares para medir su cognición. 

Nadie sabe si su protección proviene de la genética o de la medicina, pero su caso sugiere que la combinación de ambas vías (los factores naturales de su padre y las terapias experimentales) podría ofrecer una hoja de ruta hacia la prevención. Su hija adolescente, consciente de la historia familiar, ya ha expresado su voluntad de someterse a pruebas genéticas al cumplir la mayoría de edad. La familia Whitney, que durante generaciones sufrió en silencio, se ha convertido así en una pieza esencial del rompecabezas científico global.

Más allá del azar. Sea como fuere, el caso de Doug Whitney ha reavivado un debate profundo sobre los límites del determinismo genético. Hasta ahora, el Alzheimer parecía un destino ineludible para quienes heredaban mutaciones como la suya. Sin embargo, su resistencia (y la de otros dos casos documentados en Colombia) demuestra que existen mecanismos naturales capaces de frenar la enfermedad incluso cuando los marcadores biológicos están presentes. 

Comprender cómo se produce esa disociación podría abrir la puerta a terapias que actúen no eliminando el amiloide, sino impidiendo que éste desencadene la cascada destructiva de la tau. Como resume en el Times el neurólogo Randall Bateman, líder del estudio, “no hemos encontrado aún la aguja en el pajar, pero sabemos que está ahí, y que su valor es incalculable”. 

Doug Whitney, el hombre que debía haber olvidado su nombre hace décadas, se ha convertido, sin quererlo, en la memoria viva de una esperanza científica.

Imagen | Pexels, Jason Drees/ASU

En Xataka | La nueva estrategia contra el alzhéimer no es atacar, sino ‘reprogramar’ al cerebro para que se limpie a sí mismo 

En Xataka | La relación entre sueño y Alzheimer, en una “sencilla” acción: nuestro cerebro también tiene que hacer limpieza 

Ver fuente

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *