En Anemone (2025), ópera prima de Ronan Day-Lewis y el regreso a la actuación de Daniel Day-Lewis, el pasado es un escenario tortuoso y peligroso. Eso, a pesar de ser una historia intimista acerca de un padre ausente y las heridas que esa decisión deja a su paso. Pero, la trama — que escriben director y actor a cuatro manos — explora en Irlanda no como escenario, sino como una herida colectiva en medio de una familia rota. Se trata de un giro de argumento que permite al dos veces ganador del Oscar, explorar en un personaje complejo desde una óptica inusual. La de un hombre en busca de perdonarse a sí mismo.

La cinta, que llevó un lustro en rodarse, se sostiene sobre los hombros de Daniel Day-Lewis, luego de ocho años de ausencia. Su hijo debuta en la dirección con el proyecto y ambos, crean un guion que, con sus fallos, es una reflexión filosófica sobre las heridas históricas. En especial, las que marcaron a buena parte de los irlandeses luego de años de conflicto armado y lo que ocurrió, una vez que la violencia acabó. Para eso, la historia rehúye cualquier punto de vista épico y se concentra en situaciones domésticas e íntimas.

Jem (Sean Bean), exhausto de cargar con la culpa ajena, emprende la búsqueda de su hermano Ray (Daniel Day-Lewis). Este, un ermitaño con quien apenas mantiene contacto desde hace años. Su ausencia de décadas, dejó a su hijo Brian (Samuel Bottomley) enfrentando una adolescencia marcada por la violencia heredada. Sus compañeros lo castigan recordándole que su verdadero padre fue un hombre peligroso. Esta tensión entre lo biográfico y lo histórico define el núcleo de Anemone. Pero además recuerda que, como un drama que se concentra en las pequeñas cosas, todo transcurre entre silencios y metáforas sobre la soledad, el dolor y la pérdida. 

Una mirada al sufrimiento desde una óptica honesta en ‘Anemone’

Por lo que, desde sus primeras escenas, Anemone adopta un ritmo introspectivo y pausado. No busca el impacto inmediato ni la sorpresa argumental, sino la exploración emocional a través del silencio. Los diálogos son escasos y los gestos, mínimos, pero reveladores. Lo que permite que sus actores tengan la oportunidad de mostrar el complicado mundo interior de sus personajes. 

En el fondo, el viaje de Jem es una metáfora sobre la imposibilidad de reparar lo que la violencia descompuso. La comunicación, la empatía y la noción misma de familia. Más que un relato sobre reencuentros, Anemone es un examen sobre cómo el trauma puede transmitirse como un legado invisible, un hilo que conecta generaciones sin que nadie sepa cómo cortarlo. Por lo que Sean Bean indaga en la naturaleza de la angustia, el miedo al futuro y la desesperanza. 

Pero es, por supuesto, Daniel Day-Lewis el que sorprende de nuevo al comprender al arisco, agotado y lleno de amargura Roy, como una criatura herida. El argumento detalla, con honestidad, las secuelas emocionales de un conflicto que aún palpita bajo la superficie irlandesa. Ray, un exsoldado recluido en los bosques, vive aislado en un entorno que refleja su mente: denso, húmedo, lleno de sombras. Jem llega con la esperanza ingenua de rescatarlo, pero se topa con un hombre que se ha desconectado del mundo, atrapado en su propio silencio. La tensión entre ellos crece sin estallar, sostenida por la incomodidad de lo no dicho. Los rencores familiares flotan entre ambos, tan palpables como la niebla que los rodea.

Dolor y belleza en un mismo escenario cinematográfico

Anemone es, de hecho, una reflexión muy poco común sobre el trauma generacional y la dificultad para afrontarlo. Todo, al mostrar que el dolor familiar proviene directamente del padre y el abuelo muerto. Un hombre violento y brutal cuya sombra corrompe el futuro. Su violencia, dominio y ausencia se repite en un ciclo interminable. Ray carga con su influencia como una maldición, y Brian, el joven que intenta definirse lejos de ese linaje, se convierte en el último eslabón de un ciclo imposible de romper. Ronan Day-Lewis evita los juicios morales; en lugar de señalar culpables, observa los efectos. La película se vuelve un estudio sobre cómo la memoria del abuso y el abandono se recicla en gestos cotidianos, en el modo en que se mira o se calla.

El regreso de Daniel Day-Lewis al cine después de años de retiro aporta una capa de magnetismo al proyecto. Su interpretación de Ray es un ejercicio de economía expresiva: cada mirada o respiración parece contener un universo de emociones reprimidas. Frente a él, Sean Bean construye un Jem contenido, que disfraza la desesperación con una calma aparente. La química entre ambos sostiene la tensión de la película, una cuerda emocional que vibra sin romperse. 

La dirección apuesta por la contemplación. Ronan Day-Lewis se apoya en la fotografía de Ben Fordesman para crear una atmósfera pictórica, donde cada encuadre parece pensado como un lienzo. Los paisajes rurales, los tonos grises y los reflejos verdes se entrelazan con la textura emocional del relato. La naturaleza, omnipresente, actúa como un espejo de las emociones humanas: el bosque respira, observa, acompaña. A veces, la experiencia visual parece ser más completa — y mejor narrada — que la que desarrollan los personajes. Pero a pesar de eso, la película destaca por su honestidad emocional. Ronan Day-Lewis demuestra que su mirada va más allá del homenaje a su padre; busca un cine de introspección, de heridas visibles y silencios que duelen más que cualquier palabra.


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